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Paraguay tras 1811: entre la emancipación y la dictadura eterna

La independencia del Paraguay en 1811, hito central de nuestra historia tras el grito rebelde de mestizos que rompieron las cadenas del colonialismo español y abrieron camino hacia un proceso de o...

La independencia del Paraguay en 1811, hito central de nuestra historia tras el grito rebelde de mestizos que rompieron las cadenas del colonialismo español y abrieron camino hacia un proceso de organización nacional autónomo, paradójicamente, nos dio la libertad de restringirla. Es así que a lo largo de nuestra historia, los sucesos estuvieron marcados entre la centralización del poder y el autoritarismo. La independencia en Paraguay lejos estuvo de significar una transición directa hacia una democracia con libertades civiles consolidadas.

“Somos lo que hacemos para cambiar lo que hicieron de nosotros”, decía el filósofo Jean-Paul Sartre. Lastimosamente, los atisbos de libertad coherentes con nuestra historia de lucha por la libertad y la soberanía estuvieron asediados por tiranos y sucesos catastróficos que nos llevaron a un encierro forzoso.

Desde José Gaspar Rodríguez de Francia hasta Alfredo Stroessner, nuestra historia nos revela sombras de nuestra cultura que deben ser revisadas en perspectiva histórica y con firmes valores democráticos.

La dictadura como “estado de excepción” perpetuo

Desde sus inicios, el nuevo “Estado paraguayo” emergió en un casi total aislamiento, precariedad institucional y amenazante conflictividad más allá de las fronteras. En ese escenario, el doctor Francia supo instaurar un régimen dictatorial que, más allá de los excesos o rigores conocidos, fue percibido como necesario por varios sectores de la población paraguaya.

El concepto de dictadura, tal como lo entendía Rodríguez de Francia, remite a su origen en la antigua Roma, donde no implicaba necesariamente una tiranía, sino una magistratura excepcional. Durante la República romana, el dictador era un funcionario nombrado por un tiempo limitado para afrontar situaciones de crisis, como guerras o inestabilidad interna, y su autoridad estaba por encima de los demás poderes.

Inspirado en esta tradición, Francia asumió en 1816 el título de Dictador Supremo Perpetuo de la República del Paraguay. Ciertamente, Francia construyó una forma de gobernabilidad autoritaria, pero eficaz para sus fines de frenar el avance de revoluciones vecinas, estableciendo un férreo control de la oligarquía colonial, por ejemplo, evitando matrimonios entre españoles.

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Es así que el contexto internacional en el que se logra la independencia, indican historiadores como Richard Alan White o Efraím Cardozo, obligó a una lógica de poder que marginó la pluralidad de ideas y legitimó prácticas autoritarias. Su decisión de cerrar las fronteras del país y centralizar el mando no solo respondió a una visión estratégica del contexto regional, sino también a una idea profundamente arraigada: que instaurar una dictadura no titubeante era preferible a los peligros “que se rompan filas” en el proceso de gestación de un Estado-Nación fuerte. La amenaza de divisionismos, fragmentaciones estaba directamente relacionado a la apertura de frentes que operan a favor de Buenos Aires o de los nostálgicos del régimen español.

Esto tuvo sus claras consecuencias. Esa concepción del poder como algo indivisible, encarnado en un liderazgo fuerte que se presenta como garante del orden y la unidad, se fue consolidando como un rasgo estructural del sistema político paraguayo. Incluso cuando Francia murió, y el poder fue retomado por las élites nacionales que quedaban, el modelo de autoridad vertical se mantuvo.

Cómo lo señala la historiadora Mary Monte de López Moreira en su libro Historia del Paraguay, cuando explica la ideología detrás del Doctor Francia:

“Con relación a la doctrina de la Independencia, Francia consideró que solo mediante la concentración del poder en una sola persona podía conservarse la Independencia. En tiempos tan difíciles, en que las pretensiones porteñas amenazaban la soberanía paraguaya, “en homenaje a la libertad nacional sacrificó todas las libertades individuales”

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Intento de traspasar la “excepción” e instaurar un órden republicano

Tras la convocatoria de un nuevo congreso que involucró a un número creciente de personas en la deliberación política, nada menos que en la elección de un nuevo lider nacional, se avizoraba una breve primavera institucional.

Durante el gobierno del presidente Carlos Antonio López, Paraguay experimentó importantes avances en la infraestructura, administración pública, así también en la educación y formación de funcionarios. Además, a modo de que el mundo reconozca la existencia del Estado Paraguayo, buscó formalizar relaciones diplomáticas con potencias extranjeras.

Esta etapa insinuó una apertura mayor respecto a las libertades públicas en comparación con los años del aislamiento Francista. Sin embargo, esa apertura fue limitada y breve: la muerte de López y la ascensión de su hijo, el Mariscal Francisco Solano López, en un contexto internacional cada vez más hostil, reactivó el impulso hacia lo “excepcional”, una vez más en nombre de la supervivencia de un país soberano que se percibía amenazado por los poderes regionales.

La tiranía se volvió identidad y el asedio vecino la potenció. La guerra de la Triple Alianza, impulsada por países con gobiernos autoritarios pero versados en un avance de “libertades” de comercio, buscaban instalar a Paraguay en el concierto de las naciones emergentes, cómo un país de tiranos, minimizando el asedio existente por romper el proceso autonomista en ciernes. Ya durante la guerra, la situación lleva a Francisco Solano López, hijo de Carlos Antonio a asumir un poder casi monárquico durante los años más críticos de la Guerra de la Triple Alianza, hasta su muerte.

Un liberalismo tirano y restrictivo de libertades

Tras la derrota de la Guerra de la Triple Alianza, los gobiernos liberales asumieron el poder en un país diezmado y fragmentado. Aunque en los papeles y discursos se promovía una república de instituciones, lo cierto es que el Paraguay entró en una etapa de dominio oligárquico bajo un liberalismo sumamente restrictivo. Desde 1870 hasta la década de 1930, la participación política estuvo reservada a una minoría, y el Estado funcionó como una maquinaria de apropiación de tierras y distribución de favores para las élites aliadas al capital extranjero. El autoritarismo se disfrazó de legalidad mediante fraudes electorales, exclusión social y una represión sistemática hacia toda disidencia, especialmente campesina y obrera.

En ese clima asfixiante, la Universidad Nacional de Asunción y el movimiento estudiantil comenzaron a erigirse como espacios de crítica y resistencia. Las generaciones de intelectuales del siglo XX, como Cecilio Báez, Manuel Domínguez, Juan E. O’Leary y posteriormente Oscar Creydt, Juan Stefanich o Rafael Barrett, comenzaron a cuestionar tanto el orden establecido como la negación sistemática del pasado nacional.

Durante los años veinte y treinta, en vísperas de la Guerra del Chaco, se multiplicaron las manifestaciones juveniles, las publicaciones con crítica histórica y los debates públicos en los que se repudiaban tanto la inminente guerra como el modelo de país que la alentaba. Las tensiones por la libertad de prensa, el derecho a la protesta y la autonomía universitaria se volvieron centrales, y por momentos, el país pareció debatirse entre una modernización autoritaria o una apertura democrática. Pero la guerra volvió a cerrar esa posibilidad.

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Tiempo de militares

La victoria en la Guerra del Chaco (1932-1935) transformó a los militares en héroes indiscutibles. Sobre esos laureles se edificó una narrativa de honor, sacrificio y disciplina que rápidamente fue instrumentalizada para justificar nuevos regímenes fuertes. Líderes y ex-combatientes como el Mariscal José Félix Estigarribia, considerado el conductor glorioso de la Guerra del Chaco y, el Coronel Rafael Franco encarnaron un nuevo tipo de liderazgo surgido del campo de batalla.

En 1936, el Coronel Franco encabezó la llamada “Revolución de Febrero”, tras la que impulsó un programa de reformas sociales y redistribución, abriendo las puertas del Estado a sectores hasta entonces excluidos y sumamente perseguidos como obreros, estudiantes y campesinos. Su breve gobierno vanguardista abrió las puertas a formas incipientes de participación popular, pero la reacción no se hizo esperar y poco después, fue derrocado por sectores conservadores que temían el avance del proceso democratizador.

El Mariscal Estigarribia, por su parte, asumió la presidencia en 1939 con una impronta más moderada, buscando una conciliación entre los sectores cívico-militares y los intereses tradicionales, aunque no tardó en concentrar poderes mediante una nueva Constitución de corte autoritario promulgada en 1940, poco antes de su muerte, dejando rienda suelta a lo que vendría.

La antesala de la trilogía Stroessner, FF.AA. y Partido Colorado

La figura de Higinio Morínigo emerge en este contexto como un producto directo de esa glorificación militar. Desde 1940, Morínigo instala una dictadura de rasgos modernos: censura, persecución política, partidos proscritos, represión al movimiento obrero y una férrea vigilancia sobre el pensamiento crítico. El nacionalismo triunfante del Chaco es absorbido por el aparato estatal y convertido en propaganda: la patria ya no se construía con ideas, sino con obediencia. La política universitaria fue intervenida, los gremios fueron disueltos y los partidos, perseguidos. Así, el régimen militarista ocupó el vacío que había dejado un liberalismo desacreditado y antipopular.

El punto de inflexión más brutal en este proceso fue la Guerra Civil de 1947, uno de los capítulos más sangrientos y decisivos del siglo XX paraguayo. El conflicto enfrentó al gobierno de Morínigo, sostenido por el Partido Colorado y sectores militares, contra una amplia coalición opositora que incluía liberales, febreristas, comunistas y sectores democráticos de las fuerzas armadas. La derrota de la rebelión no sólo consolidó el monopolio del Partido Colorado sobre el poder durante las décadas siguientes, sino que provocó el mayor exilio político en la historia del Paraguay.

Se estima que más de 150.000 personas abandonaron el país, entre ellos dirigentes políticos, intelectuales, periodistas, docentes y estudiantes, marcando a fuego una diáspora forzada que modeló una memoria colectiva de desarraigo, lucha y resistencia. Desde entonces, Paraguay quedó configurado como una nación escindida, donde buena parte de su potencial crítico e intelectual tuvo que desarrollarse fuera de sus fronteras. Este proceso, prolongado luego por la dictadura de Stroessner, explica en parte por qué hoy el país mantiene a más del 12% de su población viviendo en el extranjero, convirtiendo al exilio en una constante estructural de la vida nacional. Lejos de ser una excepción, la expulsión del disenso se convirtió en norma, y el autoritarismo pasó de ser coyuntural a estructural, modelando instituciones, subjetividades e identidades.

Pero sería con Natalicio González, presidente breve y figura clave del coloradismo ideológico, que se consolidaba una visión de identidad nacional basada en la memoria selectiva, la exaltación militarista y el culto a la obediencia. Natalicio fue uno de los primeros en articular una narrativa en la que se fundía la recuperación del “alma nacional” con la necesidad de “orden”, “jerarquía” y “patriotismo” como valores rectores. En su visión, el pueblo debía reconciliarse con las glorias del pasado, aunque éstas fueran reinterpretadas desde la óptica del autoritarismo, y aceptar el papel disciplinador del Estado como condición para su redención.

Esta narrativa configuró un nuevo marco simbólico en el que toda disidencia pasaba a ser antipatriótica. A partir de allí, los exilios forzados, las purgas en la Universidad Nacional y la destrucción de toda organización política independiente se volvieron comunes. Se persiguió a intelectuales, se quemaron bibliotecas, se clausuraron periódicos, y el país se replegó sobre una idea estrecha de sí mismo: jerarquía, silencio y bandera.

Ese marco simbólico encontró su formalización institucional con la consolidación de lo que el intelectual democrático y colorado Bernardino Cano Radil denominó la “trilogía Stroessner - Fuerzas Armadas, Partido - Colorado”, un triángulo de poder que dominaría al Paraguay por más de tres décadas. Bajo esta lógica, las Fuerzas Armadas se convirtieron en el verdadero órgano rector de la vida nacional, con una autonomía tal que podían actuar sin subordinación al poder civil, desplazando la política a un ámbito militarizado y autoritario. El Partido Colorado, transformado en partido de Estado, institucionalizó la represión mediante estructuras paralelas como los “Macheteros de Santaní” o los “Garroteros”, milicias creadas para reprimir, vigilar y castigar cualquier signo de disidencia.

Como señala Cano Radil, el régimen construyó un “Estado pretoriano cesarista”, donde el orden se sostenía por la vigilancia y la sumisión, y la política fue absorbida por el culto al líder, al uniforme y al enemigo interno permanente.

La dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989) fue la culminación de ese proceso: un régimen que se presentó como garante de la paz y la unidad, pero que en realidad consolidó una maquinaria de represión, vigilancia y control social. Con el apoyo de los Estados Unidos en plena Guerra Fría, Stroessner representó el maridaje perfecto entre el autoritarismo criollo heredado de las prácticas postindependentistas, el nacionalismo militarista exaltado por la Guerra del Chaco, y una economía de dependencia con intereses geopolíticos externos. Así, el círculo iniciado en 1811, que asociaba orden con poder concentrado, volvió a cerrarse sobre la sociedad paraguaya, inhibiendo por décadas el desarrollo de una ciudadanía crítica, organizada y libre.

Repensar el tiempo y el pasado como visión de futuro

Hoy, en plena democracia formal, el país arrastra los vestigios de ese pasado. La institucionalidad sigue frágil, las fuerzas armadas nunca rindieron cuentas por su rol en las dictaduras, y la historia oficial aún no aborda con firmeza los excesos del liberalismo excluyente y las consecuencias de las distintas expresiones de autoritarismo que nos tocaron vivir posterior a la independencia.

Se impone, por tanto, una tarea urgente y que implicará esfuerzos: reconstruir una identidad nacional democrática, liberadora y pluralista, que no parta de la negación del pasado, sino de una comprensión crítica y científica. Esta identidad debe recuperar la voz de las mayorías silenciadas, de las mujeres excluidas de la historia, de los campesinos despojados, de los estudiantes perseguidos y de los exiliados obligados a vivir fuera de la patria que amaban. Es necesario abandonar la falsa dicotomía entre orden y caos, que ha servido históricamente para legitimar la violencia del Estado, y abrazar en cambio la idea de que la democracia no es el desorden, sino la más alta forma de organización colectiva.

Tal como enseñan diversas cosmovisiones ancestrales, desde los pueblos Aymaras, hasta el pensamiento taoísta en Asia, el pasado no es un obstáculo ni algo que se deja atrás, sino una presencia viva que guía y dialoga con el presente para abrir futuro. Recuperar esta mirada puede permitirnos construir una memoria crítica no como lastre o condena, sino como brújula: una forma de mirar hacia adelante con los ojos bien abiertos hacia lo que fuimos y aún somos.

Construir una identidad nacional democrática implica nos obliga a construir un nuevo relato histórico, uno que no tema mirar con ojos complejos a figuras como Francia o los López, que reconozca los errores sin negar sus aportes, y que entienda que la soberanía no puede sostenerse sin justicia social, sin participación amplia, ni sin memoria crítica. Es hora de superar el nacionalismo excluyente que justifica la obediencia, y proponer un patriotismo fundado en la emancipación, la pluralidad y la libertad.

Fuente: https://www.abc.com.py/nacionales/2025/05/16/paraguay-tras-1811-entre-la-emancipacion-y-la-dictadura-eterna/

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